La cantidad de desastres aumenta cada año en el ámbito global. Esta tendencia está agravada por el cambio climático y el calentamiento global; ello induce a que la comunidad internacional advierta la urgencia de aumentar las acciones a nivel nacional y comunitario para reducir el riesgo, abordar la gestión de las vulnerabilidades y prevenir futuros desastres… (leer más…)
Si bien es cierto que los distintos gobiernos y organizaciones parecen haber comprendido la importancia de reducir los riesgos y aumentar las resiliencias; poco o nada es lo que se ha hecho sobre la Gestión de Riesgos y la Salud Mental.
Es imperioso abordar las necesidades psicológicas de todos aquellos involucrados, antes, durante y después de un desastre. Y esto es así ya que los desastres pasan, pero las “cicatrices de la mente” permanecen, generando un círculo de sufrimientos y pérdidas en individuos, familias e incluso en sociedades enteras, que perdura durante meses y años, saltando de una generación a otra (transmisión intergeneracional del trauma), sumando una carga emocional, psicológica, neurobiológica e incluso económica muy difícil de soportar. (Para mayor información sobre este tema consultar “Trastornos de Estrés Postraumáticos-Las Cicatrices de la Mente”. Autor Enrique Kuper. ID 878489. Lulu Ed. www.lulu.com)
La resolución de las distintas situaciones con víctimas múltiples ocurridas en nuestro país, ha mostrado claramente la dificultad que este tipo siniestros originan para la estructura de seguridad y sanitaria que debe enfrentarlas.
Algunas de las conclusiones que arroja el estudio de las múltiples imágenes de las explosiones de la embajada de Israel y de AMIA por un lado, y de la explosión de Río Tercero, es que todos estos hechos comienzan con un gran desorden: son una hecatombe.
Cuanto más público sea el lugar, y menos previsible el riesgo potencial (así ocurre en actos terroristas), más difícil será aplicar procedimientos que permitan arribar al objetivo de toda operación en caso de desastres, el cual sería: minimizar el número final de víctimas y prevenir el impacto de estos eventos en la salud física y mental de los posibles damnificados.
Pero frente a estos hechos locales y otros internacionales se observa una repetición de los mismos errores.
Esto trae aparejado múltiples planteos: la preparación es insuficiente, tal vez porque los planteos escritos, si los hay, son irreales o no se han practicado, o porque las recomendaciones utilizadas no se adecuan a esta situación regional.
Las películas del atentado de Oklahoma, o los hombres-bomba en Israel, el desolador cuadro de Woodstock 1994, Septiembre 11, Atocha, Londres, nos permite constatar que la sucesión de los hechos es similar en cuanto a la confusión reinante, las corridas, la tensión y el desorden. Pero más o menos rápidamente también incorporamos las diferencias.
Todos los días ocurren desastres y cada año millones de personas son afectadas por ellos. Las fuerzas extremas y abrumadoras de los desastres tanto naturales como los producidos por el hombre, pueden tener poderosos efectos a largo plazo sobre los individuos, comunidades locales y sobre la estabilidad social, política y económica de las regiones afectadas, municipios, provincias y aún a nivel nacional. A pesar de que los desastres pueden durar de segundos a algunos días, los efectos de los mismos sobre las personas y las comunidades pueden continuar durante meses o años, en un extenso proceso de recuperación, reconstrucción y restauración. Esta recuperación a largo plazo varía significativamente debido a la compleja interacción de factores psicológicos, sociales, culturales y económicos.
La Argentina viene padeciendo catástrofes que cualquiera podría comparar, si no fuera por las distintas áreas afectadas, con los países tropicales. Inundaciones urbanas de imponente magnitud, como la de la ciudad de Buenos Aires en enero del 2001, que arrojó un saldo de cinco muertos y una gran cantidad de damnificados; inundaciones de zonas rurales, como Pehuajó, y su zona de influencia con más de 1.800.000 hectáreas anegadas; incendios voraces de bosques y montes naturales en Bariloche y en Mendoza y más de 2.432.000 hectáreas incendiadas en la provincia de La Pampa, tornados devastadores que arrasaron poblaciones enteras como la de Guernica o desbordes de ríos y arroyo que destruyen todo un pueblo como sucedió en la provincia de Jujuy.
Estos son algunos de los ejemplos de desastres naturales agravados por la imprevisión humana, la falta de planificación y coordinación en nuestro país.